Conocenos
¿Quiénes Somos?
Somos un colegio de la Orden de San Agustín. Nuestra misión es acompañar a nuestros alumnos en el camino de la vida aprendiendo a SER y a COMPARTIR.
Aprender a SER implica conocernos para conocer el mundo, descubrir la verdad por medio de del estudio y el pensamiento crítico.
Aprender a COMPARTIR supone educar en la amistad, la comunidad, la justicia y la solidaridad, entendidas como ejes centrales del núcleo del Evangelio y del pensamiento agustiniano.
Creemos que ambas dimensiones del aprendizaje son indisociables en el desarrollo integral de una persona.
El ISMT propone un andar con valores cristianos y humanos, rico en conocimientos, experiencias y habilidades. En otras palabras, enseñamos a caminar para que cada uno de nuestros alumnos encuentre su propio camino.
San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana.
San Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad natal y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo dominio en griego, ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.
Precisamente en Cartago san Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones: «Aquel libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a san Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente los jóvenes.
Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente, que después estaría presente en su preparación para el bautismo junto al lago de Como, participando en los Diálogos que san Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Cuando tenía alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, san Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio, que había sido representante del emperador para el norte de Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: san Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto san Agustín se dio cuenta de que la interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Así, tras la lectura de los escritos de los filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior, del que hablaremos en otra catequesis. Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.
Después del bautismo, san Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se enfermó y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: muy activo en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente en la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más en general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.
Y san Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta su amigo Posidio en la Vita Augustini, el obispo pidió que le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales “y pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer, y lloraba intensamente sin interrupción” (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años.
San Martín nació en Panonia, Hungría, alrededor del año 316. Sus padres eran paganos. A los 10 años pidió estudiar catequesis para bautizarse y seguir a Cristo, pero sus padres quisieron desalentarlo y lo obligaron a ingresar en el ejército a los 15 años.
Como soldado del ejército romano logró cumplir sus deberes militares sin abandonar nunca sus ideales cristianos. Así vivió en forma ejemplar, buscando el bien de toda la sociedad, la aplicación de la justicia y la defensa de los pobres y marginados.
A los 18 años, en un viaje a Amiens, encuentra en el camino a un mendigo tiritando de frío. Sin dudar, corta con la espada la mitad de su capa que era parte de su uniforme, y se la entrega al hombre para que se abrigue. Esa misma noche Martín ve en sueños a Jesús vestido con la media capa que había entregado al mendigo y escucha que le dice: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”.
Al poco tiempo pide ser bautizado y decide dejar el ejército; quiere anunciar la buena noticia de Jesús especialmente a los paganos.
Se une a los discípulos de San Hilario de Poitiers para aprender a vivir como cristiano. Allí comienza su vida como monje y asceta, fundando el primer monasterio de Francia.
En el año 371, al morir el obispo de Tours, los cristianos de la ciudad deciden que Martín fuera su nuevo obispo. Como sabían que él quería continuar siendo un simple y humilde monje, lo engañaron para lograr su nombramiento. Lo hicieron ir a la ciudad para atender un enfermo y, al llegar, lo llevaron por la fuerza a la iglesia donde lo aclamaron como obispo, obligándolo a aceptar. Al poco tiempo de asumir, disgustado por las comodidades que recibía por su cargo, trasladó su vivienda fuera de la ciudad, buscando tranquilidad y silencio para rezar. Muchos lo siguieron e imitaron formando una nueva comunidad, el monasterio de Maumotier. Él decía: “Fui soldado por obligación, obispo por la fuerza y monje por gusto y elección”
Se destacó por su bondad y sus grandes obras de caridad, por su atención a los más pobres y necesitados, y por su espíritu pacificador, que lo llevaba a restablecer la paz donde hubiera algún conflicto. Fue un gran obispo y pastor.
San Martín de Tours murió el 8 de Noviembre del año 397 en Candes, un rincón lejano de su diócesis.
El 11 de Noviembre del año 397 fue sepultado en Tours y es en esta fecha en que celebramos su día.
Sobre el Escudo Agustiniano está el lema: NON RECUSO LABOREM, que traducida el castellano expresa: “No rehúyo el trabajo”.
Estas palabras las pronunció San Martín de Tours momentos antes de su muerte. Estaban presentes sus hermanos religiosos y fieles de la comunidad, que rogaban a Dios le concediera unos años más de vida. Ante esta súplica San Martín pronunció estas palabras:
“Señor, si todavía soy necesario a tu pueblo no rehuyo el trabajo (Non recuso laborem).Hágase tu voluntad”.
(Páginas 118 a 121 del libro “San Martín de Tours, su presencia en Palermo de Buenos Aires” autor P. Pablo Hernando Mareno, O.S.A.)
- PATRONO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
Un hecho curioso llevó a que San Martín fuera designado patrono de la Ciudad de Buenos Aires. En octubre de 1580, las autoridades de la ciudad se reúnen en el Cabildo para designar al Santo Patrono y protector de la ciudad. Cuenta la tradición que en ese momento se pusieron los nombres de los “candidatos” dentro de una galera, el nombre que salió fue el de San Martín de Tours. Pero las autoridades españolas no querían que fuese un santo francés y por este motivo repitieron la operación y el nombre de San Martín de Tours volvió a salir dos veces más. No quedaron dudas de que debía ser el patrono de Buenos Aires.